Para mucha gente, los aficionados del “sector minoritario” de Las Ventas se quejan de vicio. Unos dicen que en su casa no les dejan hablar y que vienen a la plaza a desahogarse gritando como posesos. Otros aseguran que vienen después de haber hecho escalas por todos los bares de la zona. Hay quien dice que reciben prebendas de partes interesadas en reventar determinados festejos. También aluden que no son más que protestones amargados, resentidos y llenos de mala baba con afán de protagonismo. Pero en esta feria de San Isidro de 2002, ha quedado claro que solo son unos perdedores natos, los derrotados de una guerra desigual que ya toca a su fin. Hace ya unos cuantos años que grandes aficionados entendieron lo inútil de sus reivindicaciones y de sus protestas reclamando tarde tras tarde la fiesta verdadera y el toro íntegro. Hartos de fraudes, descarado favoritismo a las figuras de turno, manipulaciones y degradación irremediable de la fiesta, optaron por huir de la plaza para no volver más. Con amargura infinita eligieron un exilio que para muchos de ellos, con el tiempo y a la larga, se ha convertido en un alivio. Un alivio por no ver la primera plaza del mundo -su plaza-, rebajada a una plaza de tercera, festivalera y triunfalista donde se representa un espectáculo bochornoso que nada tiene que ver con la fiesta que tanto amaron y que tantas emociones indescriptibles les proporcionaron. Un alivio por no ser testigo de ver convertida la Puerta de Madrid en un coladero indigno de la categoría de la plaza. Alivio por ahorrarse las amenazas y, a lo peor, agresiones de espectadores ignorantes que desprecian el toro, el tercio de varas y que no sienten el más mínimo deseo de una fiesta mejor, auténtica y verdadera. Estos viejos aficionados -algunos no tanto-, pudieran parecer una especie de desertores mansurrones y con un limitado interés por la fiesta, sin embargo el tiempo les ha dado la razón, y me pregunto si merece la pena seguir acudiendo un festejo tras otro, con fidelidad religiosa, a una plaza donde la autoridad es claro cómplice de los trapicheos que los taurinos –con mayor o menor influencia-, perpetran desde las dehesas, pasando por los despachos de empresa, hasta los mismos corrales de Las Ventas. Donde los grandiosos triunfos de los mandones del toreo actual se ven apoyados desde un principio por el descarado servilismo de presidentes irresponsables y desconocedores de la trascendencia del palco que ocupan. Donde los aficionados, en el uso de su legítimo derecho a expresarse desde los tendidos, son insultados y amenazados por espectadores mediatizados por los grandes medios de comunicación taurina. Donde estos mismos imperios mediáticos venden la gran mentira de “hoy se torea mejor que nunca” y “la fiesta va bien”, y sus críticos son solo críticos cuando se trata de descalificar a los aficionados indeseables de “sectores minoritarios”. Donde los aficionados exigentes se han convertido en una atracción más del decadente espectáculo que va tomando carta de naturaleza en la primera –ya de tercera- plaza del mundo. Muñecos de pim-pam-pum del público actual, orejista compulsivo. Quizá un día de estos se incluya en los programas y guías de Las Ventas a estos últimos vestigios de guardianes de la pureza de la fiesta como una atracción típica a observar, como algo pintoresco a retratar, como si constituyeran los últimos restos derrotados y ruinosos, casi patéticos, de una afición que tuvo su tiempo, su importancia y su lustre. Lo que estamos presenciando en esta feria de San Isidro es el resultado lógico y esperado de la batalla por Madrid, el último foco de esperanza de muchos aficionados. Figuras acomodadas a las que se les ha olvidado la verdad en su toreo abren la puerta grande sin despeinarse el flequillo por faenitas fáciles y ventajistas ante toretes febles y sumisos elegidos por sus veedores. Se acepta el toro débil e inválido con la anuencia presidencial, se simula –ahora más descaradamente que nunca- la suerte de varas, se masacran en auténticas carnicerías –también sin rubor- los toros con poder y casta. Se aplauden pares de banderillas vulgares, se jalean derechazos perpetrados con todas las ventajas del mundo y se desata la euforia por vergonzantes bajonazos. Poco importa. El único fin es la concesión de trofeos, cuantos más mejor. La plaza de Madrid es una ganga. Ahora que se cumplen treinta años de la concesión del rabo a Palomo Linares y que la generosidad desmesurada del público aplaudidor se funde con la del palco presidencial, no sería extraño que se celebrara el magno aniversario otorgando a una figura que pase por allí el ansiado despojo. ¿Por qué no?. Es cuestión de tiempo y es tiempo de excesos. Si no se consigue lo máximo la gente se frustra. Para el público triunfalista es vital ser testigo de éxitos sin precedentes, lo de menos es que sea justo, merecido y con fundamento. Todo es posible y negociable. Al aficionado cabal solo le queda la melancolía que, como alguien dijo, es un néctar que los dioses ofrecen a los vencidos. Enhorabuena taurinos, hoy por hoy... ¡Las Ventas living a celebration!