Trincar es una ciencia relativamente fácil de aprender, pero conseguir justificarlo de una forma creíble es un verdadero arte o, como diría Joaquín Vidal, es “el acabose, la desconcatenación de los exorcismos.” Hace más de 2300 años Aristóteles estableció los tres principios básicos de la lógica deductiva, que el mundo taurino es capaz de destrozar en menos que canta un gallo: el de identidad (trincar es trincar), el de no contradicción (imposible ser un trincón y al mismo tiempo no serlo) y el del tercero excluido (o Fulano es un trincón o no lo es). Hasta hace poco el trincón era un personaje a quien algunos dejaban acercarse y del que otros huían, pero al que todos en el fondo despreciaban. En el ámbito taurino, los aficionados, auténticos guardianes de la pureza de la Fiesta, han venido siguiendo este modelo de pensamiento y despreciando a todos aquellos desahogados que, valiéndose de posiciones más o menos privilegiadas, intentaban justificar sus mangancias. Pero la cosa parece estar cambiando, y hasta los aficionados empiezan a pasar por el aro. Por ello el periodista es capaz de decir, sin ponerse colorado, que comiendo gratis –o lo que sea, pero de gañote- alimenta su back-end –respaldo profesional-; y por ello el funcionario público de paupérrimo salario se pasa el día de viajes “culturales” y de cuchipandas con la mafia, pero alega que es sólo para alimentar su desmedida afición, subiendo a continuación a un palco para presidir un festejo taurino… Aristóteles debía ser un papanatas, porque con la actitud de todos los mencionados y con la de muchos de los que les rodeamos y se lo consentimos, las leyes que describen con exactitud la única manera correcta de pensar y de actuar se convierten en papel mojado y no pasa nada. Hasta hace poco el trincón era un personaje a quien algunos dejaban acercarse y del que otros huían, pero al que todos en el fondo despreciaban. Ahora existe la cada vez más extendida figura del trincón que no lo es, del golfo que además es íntegro, del honrado estafador, del despreciable encumbrado, del respetable proscrito… Urge una catarsis, una regeneración que debiera empezar por nosotros mismos, los locos aficionados comprometidos que, quizá por puro instinto de supervivencia, abrimos cada vez más la mano y cerramos los ojos ante la doble moral. ¿Cómo vamos a exigir integridad en el espectáculo taurino si nosotros no actuamos de una forma intachable? El periodista es capaz de decir, sin ponerse colorado, que comiendo gratis –o lo que sea, pero de gañote- alimenta su back-end. G. K. Chesterton decía con clarividencia que el peligro de enloquecer reside en la lógica, no en la imaginación: “Los poetas no enloquecen; los jugadores de ajedrez sí. Los matemáticos enloquecen; los artistas creadores muy rara vez.” Tendría que haber añadido que a los verdaderos aficionados a los toros la lógica les hace enloquecer, al contrario que a los paradójicos trincones que no trincan y a los imaginativos taurinos profesionales, los cuales viven estupendamente, gozan de una envidiable salud mental y contestan con un arte “que no se pué aguantá” la pregunta que se hacía -¡pobrecillo!- el atormentado príncipe de Dinamarca: Ser y no ser, ésa es la respuesta.